¿Cuándo fue la última vez que sentiste que la vida era simple? No digo fácil. Simple.
Estas semanas sigo con la lectura del libro Shinto, el camino a casa y ahora estoy enfrascada en los valores que definen esta religión originaria de Japón.
Uno de ellos es la simplicidad, muy ligado a otro que también resuena fuertemente conmigo, lo natural.
Es innegable la conexión íntima de los japoneses con la naturaleza, o la habilidad que tienen para hacer que las cosas sean lo más naturales posible.
Lo primero es evidente: deriva de la idea de que los kami —los dioses del sintoísmo—son una parte inseparable del mundo natural.
Lo segundo, lo podemos ver en gestos cotidianos: los suelos de tatami, los palillos de madera, el arroz blanco simplemente hervido, sin aderezo, etc. En Japón se les da de maravilla sacar a la luz el estado natural de las cosas.
Esto se relaciona con la simplicidad en el hecho de no añadir lo innecesario, la ausencia de artificio.
Lo vemos en los santuarios, donde prevalece una estética contenida, sin exceso, sin adorno. También en la ropa de los sacerdotes y las miko —sus ayudantes— sencilla, casi austera.
Ahora me gustaría que reflexionemos un rato juntos. Si giramos la mirada hacia nuestras propias vidas, ¿cuándo dejamos de vivir desde esa simplicidad?
Parece que en la vida adulta nos empecinamos —nosotros y la sociedad— en recargarlo todo.
Nuestra existencia se convierte en un espacio lleno de decorados, metas, posesiones —muchas de ellas que tan siquiera queremos ni necesitamos—, capas, roles y exigencias.
Nos han vendido, y nos hemos creído, que más es mejor. Más títulos. Más éxito. Más trabajo. Más compromisos sociales. Más amigos. Más, más, más…
Más de todo, excepto de ti mismo.
Y en ese camino de perseguir la zanahoria, vamos perdiendo de vista lo que era simple, pero esencial.
Dormir bien, tener tiempo para cocinar y comer con presencia, estar con las personas que nos importan, tener tiempo para observar, para cuidar.
Lo convertimos todo en una gestión, en una estrategia, en una urgencia.
Nos alejamos tanto de lo natural que lo simple empieza a parecernos sospechoso, ingenuo, inútil. Una pérdida de tiempo. Creemos que lo complejo es sinónimo de valor.
Y sí, quizás conseguimos construir una vida llena, pero no plena.
Son los márgenes de la vida —la infancia y la vejez— los que mejor recuerdan esa forma más auténtica y conectada de estar en el mundo.
Cuando somos niños, todo es simple por naturaleza. La vida ocurre tal cual es: comer, dormir, jugar, llorar, reír. Sin adornos, sin planificación, sin esfuerzo por demostrar nada.
La conexión con el presente es casi absoluta, y lo esencial —el cuerpo, las emociones, la curiosidad— ocupa el centro.
Y cuando llegamos a la vejez, si nos lo permitimos, volvemos poco a poco a este lugar primigenio. Ya no hay tantas prisas, ni tantas máscaras ni apariencias que guardar. Volvemos a valorar las cosas pequeñas: el sol en la cara, una conversación tranquila, una comida compartida, el placer de hacer algo lentamente.
Como si después de décadas de desconexión nos permitiésemos otra vez recordar cuáles son las cosas realmente importantes.
Volver a lo simple no es retroceder, ni rendirse. Es regresar al centro. Al lugar donde la vida puede fluir sin tanto ruido, sin tanta parafernalia.
El shintō nos recuerda que lo sagrado no está en lo grandioso, sino en lo cotidiano. En lo natural, en lo primitivo, en lo que no necesita ser adornado para tener valor.
Tal vez practicar shintō hoy —aunque no seamos japoneses ni religiosos— sea esto: Restar en lugar de sumar. Elegir menos, pero más verdadero. Dejar de complicar y llenarlo todo.